martes, 20 de abril de 2010

Historias llenas de Pólen

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Se desprendió del frío metal que le apretaba el plexo solar, descargó la mochila del largo viaje por parajes impensados. Tantas noches en carpas ajenas, tanto verde amarillento y el polen que de vez en cuando se acuerda de sacudir de entre la ropa.
El termo de café se resbala con paso lento de entre la boca y desemboca con la misma perfección con que un atleta hace un salto en trampolín, sobre la taza amarilla.
Las hojas de diario desparramadas por toda la mesa, cubriéndola como si fuera un mantel de palabras, un mantel de puntos suspensivos y seguidos. Y aparte. Algunas trastabillan y se dejan caer como la ley de Newton sobre la loza radiante de un nuevo departamento que no visita hace días.
Un vinilo que nunca sacó de su bolsita de plástico está casi enmohecida por la soledad, acongojada por el tacto si quiera áspero de unas manos que lo alcanzan. La música perpleja resbusca entre sus notas una melodía que nunca antes había tocado. Arranca prudente, con la cabeza gacha para terminar en un rimbombante Fa sostenido. Los colores de las notas se mezclan causando estruendo entre los vecinos del 5to piso que no se acostumbran a romper el silencio de las tardes noche. Y es tarde. Casi las ocho de la noche y ahora que oscurece tan temprano. Y ahora que se tiene que acostumbrar a leer el reloj en la pared también amarilla como su taza.
La loza radiante marcha junto a un redoblante. La luz comienza su danza africana y de ballet, lleva la tonalidad del mismo color que su baile. Naranja.
Debería estar tan cansada, sin embargo nunca se sintió más despierta. Ni siquiera en esas noches frías a la interperie, en lugares donde jamás se sintió segura, lugares que nunca conoció.
Con los ojos fijos en las hojas, comienza con el proceso de devolución, de devoción a esas anotaciones tan fieles, que sin embargo no logran ilustrar ni siquiera la mitad del entero. A veces su cabeza parece herméticamente cellada. Cuando intenta explicar siempre se queda por la mitad, cuando escribe siente que trascribe sólo una pequeña parte de lo que ilustra allá arriba. Vaya uno a saber qué tan alto. Pero ya está acostumbrada, ya no lucha más y se deja ser.
Toma las hojas sin numeración y comienza a formar hileras mientras la música llega al crescendo. Va formando el rompecabezas, la historia hilada por cadenas, siguiendo una cadencia, que curiosamente lleva las notas del vinilo, y la danza de la luz, y el calor de la loza.
Satisfecha vuelve a llenar la taza amarilla con más café. Demasiado café. Demasiado negro.
Lee y relee y vuelve a mirar el reloj. Las diez. Termina el café en un sorbo retenido y pausado. Como si estuviera esperando el instante justo. Ni un minuto antes, ni un minuto después.
Apila la hilera de hojas sin numerar y las guarda en la carpeta amarilla. Ya llena la alza por encima de las otras 20 que colman el último estante de la biblioteca.
La música termina. Los vecinos festejan en silencio. Como es costumbre en ese 5to piso. Como manda la moralidad de los que todavía no preguntaron nunca qué es civilizacion y qué es barbarie en realidad. Silencio. El termo ya no guarda ningún secreto de antaño y la luz cesa su baile justo con el último aire que dejó sonando.
Es hora de partir, pero el reloj se detiene.
Falta la última parte a su historia, faltan las palabras que no quieren salir una por una, falta la lealtad de los momentos que no se detienen pero no se retienen tampoco. Falta la percepción de lo imperceptible, querer capturar una escencia que es de aire y sol. Falta sacudir el polen que se mete en la ropa, en las pupilas y que no deja ver.
Una vez más toma su mochila y se va. Mientras el tiempo se detiene.

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